Imagina por un momento estar en la mitad del mar y no tener nada para agarrarte. Miras hacia un lado, y sólo ves agua, miras hacia el otro y lo mismo… sólo agua y nada para sostenerse. ¿Cuál es la emoción que sientes? Seguramente angustia, desesperación, miedo… algo muy similar experimenta un niño que vive emociones que no entiende, que lo sobrepasan y que carece de límites que lo contengan.

“Contención”, palabra que con frecuencia escucharán en una conversación con cualquier psicólogo que se precie de tal. Pero ¿Qué significa este concepto? ¿A qué nos referimos cuando hablamos de la necesidad de contención?

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La Real Academia Española (RAE), define contener como: “1. Dicho de una cosa: Llevar o encerrar dentro de sí a otra. 2. Reprimir o sujetar el movimiento o impulso de un cuerpo. 3. Reprimir o moderar una pasión”. Las tres definiciones, tienen como base la idea de limitar algo. En psicología, hablamos de contención, cuando se logra crear un espacio seguro capaz de sostener las emociones que despiertan mayor dificultad y generar, de esta forma, acciones más saludables. Winnicott (1965) por ejemplo, desarrolla el concepto de sostén emocional (holding), siendo este parte de la función materna (la cual no necesariamente es dada por la madre real).

La contención es necesaria e importante para niños, niñas y adolescentes ya que a través de ella les entregamos un marco de referencia, que establece los límites para transitar libremente y sin peligro, aportándoles seguridad. Esto les permite ir descubriéndose en sus fortalezas y debilidades y también conociéndose en la sana interacción con otros. Todo esto derivará en una adecuada identificación y expresión de las emociones.

Como padres hoy tenemos un enorme desafío: somos los encargados de formar a los niños y niñas que asumirán el mando de la sociedad en el futuro. Debemos ser conscientes de nuestra responsabilidad y de la importancia de formar en emociones. Para lograrlo, el llamado es a comenzar por nosotros mismos. Nuestro estado emocional de adultos es lo que impactará de manera positiva o negativa en la formación de nuestros hijos e hijas.

Tenemos en nuestra vida adulta puntos ciegos, inconscientes, que muchas veces nos hacen funcionar de una cierta manera sin darnos cuenta. Estas reacciones, no siempre son del todo correctas. Necesitamos traerlas a la consciencia para poder trabajarlas y transformarlas en reacciones virtuosas que a su vez favorezcan la crianza. Para poder ser contenedores de otros, necesitamos comenzar por contenernos a nosotros mismos. Como padres, tendemos a sentir constantemente culpa, tanto por lo realizado como por lo omitido. Mas de una vez les he comentado a los padres que van a mi consulta: “nace un hijo y nace la culpa”. Esto nos lleva a realizar cosas que no necesariamente son buenas para nuestros hijos e hijas. Si funcionamos desde la culpa, podemos pecar de dar en exceso y no fijar límites, generando así la extrema ausencia de frustración en los niños.

Winnicott (1971) expone el concepto de “madre suficientemente buena”. Ampliando esta idea podríamos hablar de madre, padre o cuidador suficientemente bueno. Este concepto alude a que por mucho que lo deseemos, la perfección no existe. Tarde o temprano, terminaremos no pudiendo satisfacer todas las necesidades del niño o niña. Y es precisamente eso lo que necesitamos hacer. La frustración es inevitable y necesaria en la vida del ser humano. Necesitamos aprender a tolerarla, ser creativos y encontrar una solución (que a veces simplemente será aceptar la no satisfacción). De esta forma, enseñamos al pequeño niño o adolescente que no todo lo que desee se transformará en realidad y que no hay nada malo en ello, podemos encontrar otro camino. Si no damos espacio a la frustración, la vida se encargará más tarde de esto y el niño o niña no tendrá las herramientas necesarias para enfrentarla.

Esta frustración muchas veces tiene que ver con los límites que ponemos a nuestros niños y niñas. Al acotar que “hasta acá tienes permitido llegar”, estamos frustrando el deseo de ir más allá, lo cual puede conllevar una emoción de enojo y tristeza al no entender este límite como algo positivo para él o ella. Si como adultos somos capaces de contener esa emoción, aceptarla, reconocerla, darle nombre y en conjunto encontrar alternativas, estamos enseñando al niño a vivir de una forma más sana emocionalmente, que le permitirá al mismo tiempo generar relaciones más beneficiosas.

El límite debe ir de la mano con el afecto. Este concepto es abordado por Alexander Lyford-Pyke (1997) en su libro “Ternura y Firmeza”. “Es esencial que ambos elementos estén integrados en un justo punto de equilibrio para que la aplicación de la Educación con Personalidad tenga sus mayores posibilidades de éxito. Un exceso de firmeza puede desembocar en un autoritarismo contraproducente. Si, por el contrario, la ternura impide o diluye el ejercicio de la firmeza, el intento educativo corre serio peligro de fracasar. Equilibrar el grado justo de ambos elementos esenciales en la medida adecuada, sin excederse en la firmeza ni ahogarla en el cariño, es la tarea más difícil que enfrentan los padres” (Lyford-Pyke, 1997).

 No hay mejor símbolo de ternura y firmeza que el abrazo. Es el espacio de contención por excelencia. A través de él, contengo al otro en lo que trae, en lo que es. Es un límite con cariño. Abracémonos más a nosotros mismos como padres para ser capaces de abrazar a nuestros hijos y así poder llevarlos a ser el mejor potencial de ellos mismos y crecer sanos emocionalmente.

Lyford-Pyke, A. (1997) Ternura y Firmeza con los hijos. Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile.

Winnicott, D. (1965).  La  teoría  de  la  relación  entre  progenitores-infante. Los  procesos  de maduración y el ambiente facilitador Buenos Aires:Paidós.

Winnicott, D. (1971). Realidad y Juego. Barcelona: Gedisa.